jueves, 7 de agosto de 2014

Sonynarry

Probandou.

¡Narry no te me pongas ansioso!


El monasterio estaba en la cima de una gran montaña, rodeado de rocas y árboles muy verdes, oteando majestuosamente la cadena montañosa que lo rodeaba. No había rastro de algún edificio próximo, salvo por la pequeña ermita construida un poco más abajo, totalmente oculta bajo los árboles. No, no había nadie más por allí salvo los frailes que deambulaban por los pasillos del viejo edificio de piedra y los huérfanos.
En invierno la fría piedra no ayudaba a conseguir un calor hogareño, aunque ningún huérfano llamaba a aquella cárcel ‘hogar’, y la nieve solía amontonarse en las repisas de las ventanas, congelando de tal manera los cristales que apenas se veía el exterior, <<aunque tampoco es que hubiera mucho que ver>> se dijo Horman con tristeza. La época que más le gustaba era la primavera. Los campos estaban en flor y las hortalizas y legumbres que plantaban con los monjes tenían unos colores intensos preciosos. Dos veces por semana los dejaban salir dos horas a correr por los terrenos del monasterio y en primavera Horman solía ir a la orilla de un río, se tumbaba en la tierra, tocándola y saboreando el momento, sin pensar en nada. Simplemente dejándose llevar, escuchando con atención los sonidos del bosque y el murmullo del agua, olvidando por completo las difíciles jornadas en el monasterio.
Horman nunca había tenido familia, o, al menos, no la recordaba. Los monjes le dijeron que sus padres no lo querían, y por eso lo abandonaron allí, aunque el niño no se lo terminaba de creer; era lo que les decían a todos. Muchas noches se sorprendía imaginando que sus padres lo estaban buscando, lo encontraban, y quemaban el monasterio con los monjes dentro. Horman sintió un extraño placer al pensar que, por fortuna, los monjes no tenían manera de saber lo que pensaba.
Pero los frailes no eran ni mucho menos fáciles de engañar. Astutos y ruines, los obligaban a trabajar en el campo, a estudiar todos aquellos hechizos que nadie conseguía realizar y, desde que Horman tenía memoria, nunca había comido caliente. Todo era carne seca y hortalizas o legumbres con arroz… Estaba del huerto hasta las narices. Aunque, y un escalofrío le recorrió por la espalda al recordarlo, lo peor de todo era cuando los encerraban en los calabozos. Horman odiaba aquel oscuro agujero negro, sucio, húmedo y lleno de ratas que siempre lo mordían, y lamentablemente se encontraba allí dentro una vez por semana, como mínimo, por travieso. Los dejaban allí un día y una noche enteros, sin comida ni bebida, únicamente con la compañía de las asquerosas ratas y el sonido de las goteras como única conversación.
Un día, el peor temor de Horman se hizo realidad cuando un hermano se lo llevó sin una palabra de la clase donde estaba estudiando un complicado conjuro que no le salía y lo condujo directamente al ala Este. El niño trató de resistirse, tiró del grillete en el que se había convertido la mano del fraile, se tiró al suelo, pataleó, lloró… Pero el hermano esperó pacientemente a que se le pasara la rabieta, después se lo arreó a los hombros y prosiguió su camino mientras el niño gimoteaba a su oído. Sí, ya sabía lo que le esperaba.
Sin duda, el enigma más escalofriante era qué les pasaba a los niños que iban al ala Este, porque nunca volvían. A veces, Horman temía haber sido demasiado travieso; haber vuelto tarde de su tiempo fuera del monasterio demasiadas veces, o no ser capaz de memorizar bien esos complicados hechizos, o pasear por las noches por el monasterio, escapando de sus pesadillas. Porque entonces, tal vez lo manden al ala Este y no vuelva a ver a nadie nunca más. El niño repasó en su mente las últimas travesuras, pero ninguna era tan grave como para castigarlo de esa manera. No fue como cuando Carol le lanzó una piedra a la cabeza del monje Servin. Ella no pensaba darle, por supuesto, pero al parecer tenía mejor puntería de lo que pensaba. Ni Horman ni nadie había vuelto a ver a Carol.
El monje lo dejó en el suelo, pero el niño estaba tan asustado que no se levantó, sino que se quedó temblando y agazapado como un pajarillo asustado. Una mano firme lo cogió del brazo y lo levantó de un tirón, obligándole a tumbarse en una camilla de madera. Era lo más incómodo que había probado Horman nunca, ni siquiera el suelo de la mazmorra era tan rígido. Le ataron las manos y los pies, y le sujetaron la cabeza a la tabla con cuerdas. El terror se apoderó del muchacho; estaba totalmente inmovilizado, y sabía que nadie iba a salvarlo. Desaparecería igual que los demás, y luego nadie se acordaría de él. Los monjes tenían razón; nadie le quería.
-Esta vez seguro que funciona –dijo un fraile gordo con entusiasmo-. Ellos creen que ya han encontrado la mezcla perfecta de magia y ciencia; seguro que funciona.
Horman intentó concentrarse en el techo. Temblaba como una hoja y no podía evitar que unas gruesas lágrimas le bañaran la cara. Los monjes lo ignoraban olímpicamente, salvo cuando uno se acercó para inspeccionarle el rostro con gesto inquisitivo.
-No parece nada especial –comentó-, yo creo que no funcionará.

Y levantó una aguja llena de un líquido rojo espeso. Ahora sí, no había escapatoria, por mucho que el niño se revolviera en su prisión, ya podía gritar todo lo que quería, porque la aguja penetro limpiamente y entonces se paró el tiempo un instante. Pero solo fue un instante, Horman apenas se dio cuenta, hasta que de pronto un intenso dolor trepó desde donde le habían inyectado la sangre de otro. Se dio cuenta en seguida; su cuerpo no quería aquella sustancia. No lo soportaría. Cerró los ojos para controlar el dolor, pero le subía imparable por el brazo y, en pocos minutos, ya inundaba todo su cuerpo (alargar el dolor). Pronto todo acabó y su cuerpo yacía inmóvil sobre el listón de madera. La presión de los ojos había desaparecido, y ahora parecía que el niño dormía. Los monjes negaron con la cabeza, apesadumbrados. <<Fallamos de nuevo>>  parecían pensar todos, <<la próxima vez funcionará>>.