Probandou.
¡Narry no te me pongas ansioso!
¡Narry no te me pongas ansioso!
El
monasterio estaba en la cima de una gran montaña, rodeado de rocas y árboles
muy verdes, oteando majestuosamente la cadena montañosa que lo rodeaba. No
había rastro de algún edificio próximo, salvo por la pequeña ermita construida
un poco más abajo, totalmente oculta bajo los árboles. No, no había nadie más
por allí salvo los frailes que deambulaban por los pasillos del viejo edificio de
piedra y los huérfanos.
En
invierno la fría piedra no ayudaba a conseguir un calor hogareño, aunque ningún
huérfano llamaba a aquella cárcel ‘hogar’, y la nieve solía amontonarse en las
repisas de las ventanas, congelando de tal manera los cristales que apenas se
veía el exterior, <<aunque tampoco es que hubiera mucho que ver>>
se dijo Horman con tristeza. La época que más le gustaba era la primavera. Los
campos estaban en flor y las hortalizas y legumbres que plantaban con los
monjes tenían unos colores intensos preciosos. Dos veces por semana los dejaban
salir dos horas a correr por los terrenos del monasterio y en primavera Horman
solía ir a la orilla de un río, se tumbaba en la tierra, tocándola y saboreando
el momento, sin pensar en nada. Simplemente dejándose llevar, escuchando con
atención los sonidos del bosque y el murmullo del agua, olvidando por completo las
difíciles jornadas en el monasterio.
Horman
nunca había tenido familia, o, al menos, no la recordaba. Los monjes le dijeron
que sus padres no lo querían, y por eso lo abandonaron allí, aunque el niño no
se lo terminaba de creer; era lo que les decían a todos. Muchas noches se
sorprendía imaginando que sus padres lo estaban buscando, lo encontraban, y
quemaban el monasterio con los monjes dentro. Horman sintió un extraño placer
al pensar que, por fortuna, los monjes no tenían manera de saber lo que
pensaba.
Pero
los frailes no eran ni mucho menos fáciles de engañar. Astutos y ruines, los
obligaban a trabajar en el campo, a estudiar todos aquellos hechizos que nadie
conseguía realizar y, desde que Horman tenía memoria, nunca había comido
caliente. Todo era carne seca y hortalizas o legumbres con arroz… Estaba del
huerto hasta las narices. Aunque, y un escalofrío le recorrió por la espalda al
recordarlo, lo peor de todo era cuando los encerraban en los calabozos. Horman
odiaba aquel oscuro agujero negro, sucio, húmedo y lleno de ratas que siempre
lo mordían, y lamentablemente se encontraba allí dentro una vez por semana,
como mínimo, por travieso. Los dejaban allí un día y una noche enteros, sin
comida ni bebida, únicamente con la compañía de las asquerosas ratas y el
sonido de las goteras como única conversación.
Un
día, el peor temor de Horman se hizo realidad cuando un hermano se lo llevó sin
una palabra de la clase donde estaba estudiando un complicado conjuro que no le
salía y lo condujo directamente al ala Este. El niño trató de resistirse, tiró
del grillete en el que se había convertido la mano del fraile, se tiró al
suelo, pataleó, lloró… Pero el hermano esperó pacientemente a que se le pasara
la rabieta, después se lo arreó a los hombros y prosiguió su camino mientras el
niño gimoteaba a su oído. Sí, ya sabía lo que le esperaba.
Sin
duda, el enigma más escalofriante era qué les pasaba a los niños que iban al
ala Este, porque nunca volvían. A veces, Horman temía haber sido demasiado
travieso; haber vuelto tarde de su tiempo fuera del monasterio demasiadas
veces, o no ser capaz de memorizar bien esos complicados hechizos, o pasear por
las noches por el monasterio, escapando de sus pesadillas. Porque entonces, tal
vez lo manden al ala Este y no vuelva a ver a nadie nunca más. El niño repasó
en su mente las últimas travesuras, pero ninguna era tan grave como para
castigarlo de esa manera. No fue como cuando Carol le lanzó una piedra a la
cabeza del monje Servin. Ella no pensaba darle, por supuesto, pero al parecer
tenía mejor puntería de lo que pensaba. Ni Horman ni nadie había vuelto a ver a
Carol.
El
monje lo dejó en el suelo, pero el niño estaba tan asustado que no se levantó,
sino que se quedó temblando y agazapado como un pajarillo asustado. Una mano
firme lo cogió del brazo y lo levantó de un tirón, obligándole a tumbarse en
una camilla de madera. Era lo más incómodo que había probado Horman nunca, ni
siquiera el suelo de la mazmorra era tan rígido. Le ataron las manos y los
pies, y le sujetaron la cabeza a la tabla con cuerdas. El terror se apoderó del
muchacho; estaba totalmente inmovilizado, y sabía que nadie iba a salvarlo.
Desaparecería igual que los demás, y luego nadie se acordaría de él. Los monjes
tenían razón; nadie le quería.
-Esta
vez seguro que funciona –dijo un fraile gordo con entusiasmo-. Ellos creen que
ya han encontrado la mezcla perfecta de magia y ciencia; seguro que funciona.
Horman
intentó concentrarse en el techo. Temblaba como una hoja y no podía evitar que
unas gruesas lágrimas le bañaran la cara. Los monjes lo ignoraban
olímpicamente, salvo cuando uno se acercó para inspeccionarle el rostro con
gesto inquisitivo.
-No
parece nada especial –comentó-, yo creo que no funcionará.
Y
levantó una aguja llena de un líquido rojo espeso. Ahora sí, no había
escapatoria, por mucho que el niño se revolviera en su prisión, ya podía gritar
todo lo que quería, porque la aguja penetro limpiamente y entonces se paró el
tiempo un instante. Pero solo fue un instante, Horman apenas se dio cuenta,
hasta que de pronto un intenso dolor trepó desde donde le habían inyectado la
sangre de otro. Se dio cuenta en seguida; su cuerpo no quería aquella
sustancia. No lo soportaría. Cerró los ojos para controlar el dolor, pero le
subía imparable por el brazo y, en pocos minutos, ya inundaba todo su cuerpo (alargar el dolor). Pronto todo acabó y
su cuerpo yacía inmóvil sobre el listón de madera. La presión de los ojos había
desaparecido, y ahora parecía que el niño dormía. Los monjes negaron con la
cabeza, apesadumbrados. <<Fallamos de nuevo>> parecían pensar todos, <<la próxima vez
funcionará>>.